5.12.13

Presentación de 'Olivier o el secreto', de Claire de Duras



Ayer presentamos en la librería Gil el nuevo libro de Ediciones El Desvelo ‘Olivier o el secreto’, novela epistolar de Claire de Duras (1777-1828), aristócrata francesa cuya limitada producción permaneció durante un siglo y medio en el olvido, del que ha sido rescatada en las últimas décadas tras una relectura a la luz de la modernidad que la descubre como una mujer adelantada a su tiempo. A última hora decidí prescindir en mi intervención del primer párrafo y de la introducción musical que aquí recupero. Seguramente hice lo correcto, pero me habría gustado, por una vez, romper la rutina ritual que caracteriza a este tipo de actos culturales, demasiado codificados y envarados para mi gusto. Otra vez será… O no.


La música lleva a la letra; ésta conduce a la literatura y en este caso también al cine, y Marguerite Duras dirige finalmente, vía Google, a Claire de Duras. Así, por mediación del azar, puede sintetizarse mi proceso de descubrimiento de la escritora aristócrata de cuya obra vamos a hablar. Comenzó investigando acerca de esta canción, ‘India song’, cantada por la actriz Jeanne Moreau. Así pude descubrir que la música es del compositor franco-argentino Carlos D’Alessio, autor-fetiche para Marguerite Duras que creó la banda musical de prácticamente todos los filmes de la escritora y cineasta francesa. Fue ella misma quien puso letra a la bella y nostálgica música que D’Alessio compuso para su película del mismo título, con la idea de que su gran amiga Jeanne la grabase, como efectivamente hizo.

Hasta el hallazgo fortuito de Claire de Duras yo desconocía totalmente su existencia. Lo que leí acerca de ella me pareció muy interesante, teniendo en cuenta que se trataba de una aristócrata escritora de principios del S.XIX cuyos temas tenían la singularidad de interesarse en los  mundos de los otros hasta sumergirse en ellos, en la alteridad de quienes, por su raza, su clase o su condición, eran discriminados y veían radicalmente frustradas sus expectativas. Sus novelas habían sido infravaloradas e ignoradas durante un siglo y medio bajo la etiqueta banalizante de “historias de amores imposibles” hasta que, en los años 70, una relectura desde la modernidad percibe los mensajes no explícitos que contienen sus textos, su cuestionamiento de la realidad a la luz de un espíritu nuevo, el que alumbró la Ilustración.

Tal actitud no es tan paradójica como puede parecer, pues, aunque aristócrata, Claire de Duras era liberal, partidaria de que la autoridad absoluta del Rey decayese en favor de un parlamento democrático que pusiera fin a los excesos absolutistas. Esa fue también la tendencia de su padre, el conde de Kersaint, diputado girondino en la Asamblea Nacional que, pese a su moderación o mejor, a causa de ella, fue guillotinado en 1793, durante el periodo llamado del terror, por oponerse a la ejecución del Rey. Con sólo 16 años, Claire se verá forzada a actuar como una mujer adulta y fuerte al emprender, junto a su madre, enferma y trastornada, un viaje que conducirá a ambas primero a Filadelfia, luego a Martinica o Haití (no está bien documentado ese punto), más tarde a Suiza y finalmente a Londres, donde se concentraba gran parte del exilio aristocrático francés. El fruto de esa peripecia fue convertir en una importante cantidad de dinero las posesiones coloniales de su madre.

En Londres Claire conoce y se enamora del heredero del ducado de Duras; y subrayo que se enamora, hecho infrecuente en los matrimonios aristocráticos de la época. No así el futuro duque, que vio en ella, antes que cualquier otra cosa, una fuente de financiación muy conveniente, dado que el exilio le había condenado, como a tantos aristócratas, a asumir carencias que consideraba insoportables. La idea de un amor idealizado y pasional, que Claire acariciaba, se ve así confrontada finalmente con la realidad de una relación distante y casi protocolaria, que ella asume muy a su pesar.

El tiempo pasa lentamente durante el exilio en Londres, que se prolonga hasta 1803. Claire educa a sus dos hijas y se relaciona con los aristócratas exiliados, mientras su marido conspira junto al Rey y sus fieles para lograr la restauración monárquica, lo que conlleva numerosos viajes. Finalmente, en 1799 será Napoleón Bonaparte quien frustre tales expectativas mediante un golpe de estado que le convertirá en cónsul de la República, cónsul vitalicio poco después y finalmente, en 1804, emperador. Pese a todo, los aristócratas huidos del terror revolucionario pueden ir regresando y recuperando sus posesiones, con el compromiso sobreentendido de que deben mantener una absoluta discreción política.

Cuando en 1814, desterrado Napoleón en la isla mediterránea de Elba, se produce la Restauración, la alegría de los monárquicos es efímera. Ante la relegación de su heredero, Napoleón II, Bonaparte regresa a Francia y recupera lealtades mientras Luis XVIII huye a Bélgica; el ejército apoya al emperador de modo casi unánime durante los cien días que concluirán con la derrota de Waterloo. Luis XVIII hace entonces su segunda y vergonzante ‘entrada triunfal’ en París, pero gobernará un país dividido no sólo entre republicanos, bonapartistas y monárquicos, pues éstos, a su vez, se subdividen en ‘ultras’ absolutistas y moderados parlamentaristas.

El retorno a Francia del duque y su familia, instado durante el imperio bonapartista por el propio Rey en el exilio, tuvo un carácter semiclandestino y seguramente su objetivo era sondear y comprometer las voluntades a favor de Luis XVIII. Aunque esa época de los Duras está escasamente documentada sí existe noticia de que el inicio de su estancia en Francia lo pasaron en el sur del país, lejos de París, y que se beneficiaron de la hospitalidad del marqués de Puységur, uno de los pocos aristócratas que no conoció ni la guillotina ni el exilio en mérito a su bondadoso trato con la población de su feudo.

Tras la Restauración, el marido de Claire, primer gentilhombre de cámara de Luis XVIII y persona de su confianza, es cargado de responsabilidades  y honores –incluido un inexplicable ingreso en la Academia Francesa-, y su esposa recibe de él el encargo de sostener un salón que, primero en el palacio de las Tullerías y más tarde en su residencia del Faubourg Saint-Germain, se convertirá en el principal de París. Por él pasarán, con mayor o menor asiduidad políticos como Talleyrand o Villéle, escritores como Chateaubriand, Lamartine o Constant y sabios reconocidos de la época como Humboldt, Arago o Cuvier.

Claire siente una apasionada admiración –y quizás algo más- por el vizconde de Chateaubriand, al que conoce desde antes de la Restauración. En sus cartas se tratan de ‘hermana’ y ’hermano’, pero por parte del autor de ‘Atalá’ tal fraternidad responde sobre todo a su ambición política. Quiere la embajada de Londres y no cesará de urgir la influencia de la duquesa hasta conseguir su propósito. Luego surgirá un alejamiento progresivo que provocará amargos reproches epistolares por parte de Claire de Duras, quien le califica de “tiránico niño mimado”, a lo que él le responde con el apóstrofe de ‘gruñona’.

El vizconde, idolatrado por las mujeres de su tiempo, es un seductor infatigable, pero prefiere a otras damas, nobles o no, a la devota duquesa. Con el tiempo deserta casi totalmente de su salón para brillar y obtener provecho personal en otros, y tal desvío hiere profundamente a Claire. He aquí el expresivo texto de una carta que le remite: “Cuando siento tanta sinceridad, tanta abnegación en mi corazón por usted, que pienso que desde hace quince años prefiero lo que es usted a lo que soy yo, que sus intereses y sus asuntos prevalecen sobre los míos, y eso muy naturalmente, sin que yo tenga el menor mérito, y pienso que usted no haría el más ligero sacrificio por mí, me indigno contra mí misma por mi locura”.

La decepción que le producen la indiferencia y el desagradecimiento de Chateaubriand se suma así a la herida, ya vieja pero permanente, que le infligen el abandono y las infidelidades de su marido. Pero aún hay una ‘traición’ más dolorosa, la que le causa el matrimonio, contra su criterio, de su hija predilecta, Félicie, con un noble ‘ultra’ de la belicosa región de La Vendée catorce años mayor que ella. Claire se niega incluso a acompañar al duque a la boda tras fracasar en el intento de que su hija renuncie a esa unión. Y de nuevo vuelca en una carta, ésta dirigida a su amiga Rosalie Constant, su desolación: “Yo no sé escribió – para qué he nacido, pero no es para la vida que llevo. No recibo del mundo más que lo que no es él, cuando vuelvo sobre mí no concibo lo que hago aquí, hasta tal punto me siento extranjera”.

Félicie de Duras tenía el carácter fuerte y firme de su madre, pero sus convicciones políticas ‘ultras’ estaban más próximas a las de su padre, al que además superaba en exaltación. Claire de Duras había intentado rectificar sus inclinaciones, pero su fracaso fue tan total como doloroso. Lo que sigue es un retrato de Félicie a cargo de la condesa de Boigne, que da cuenta de la magnitud del problema que constituía la hija mayor de la duquesa: “ella ha soñado constantemente en la guerra civil como el complemento de la felicidad, y en su preparación para ello, desde que fue dueña de sus actos, ha practicado la caza con fusil, construido armas, disparado con pistola, amaestrado caballos y montado a pelo; en fin, se ha ejercitado en todas las habilidades de un subteniente de dragones, para gran desolación de su madre y para destrucción de su belleza, que antes de cumplir veinte años había sucumbido a causa de ese régimen de vida.”

A raíz del matrimonio de su hija el mundo de Claire de Duras se derrumba por acumulación de frustraciones y disgustos y, deprimida y enferma, se aleja de las rutinas cotidianas para escribir. Así nacen en poco tiempo tres novelas cortas: ‘Ourika’, ‘Edouard’ y ‘Olivier o el secreto’, que en 2007 fueron reeditadas, en un solo volumen, por Ediciones Gallimard, lo que prueba la vigencia y el interés que esta escritora de principios del XIX suscita en nuestros días. Las tres obras fueron escritas bajo el denominador común de lo que podríamos llamar, tomándolo prestado de la propia autora, como el ‘síndrome de la pared de cristal’. Así lo describe la duquesa en las primeras páginas de ‘Olivier o el secreto’: “Hay seres de los cuales uno se siente separado como por esas paredes de cristal descritas en los cuentos de hadas, nos vemos, nos hablamos, nos acercamos, pero no podemos tocarnos”.

En ‘Ourika’ el muro transparente es la raza. Su protagonista, senegalesa, fue regalada cuando era un bebé a una dama de la alta sociedad, que la educó como a un miembro más de la familia y depositó en ella su afecto. Llegada a la pubertad y enamorada del nieto de la dama, empieza a sorprender conversaciones de los adultos que se inquietan por su futuro y dudan de que haya una solución no traumática para ella. Su mundo se rompe en mil pedazos al comprender lo que le espera. Acabará dejándose morir en un convento mientras relata su singular experiencia al médico que la atiende.

En el caso de ‘Edouard’ la pared de cristal está en la diferencia de clase social, pero la clave no reside en las diferencias económicas, sino de sangre. El protagonista, un gran burgués al que no le falta de nada, se enamora de una joven aristócrata. Al ver rechazadas sus pretensiones matrimoniales por la familia de ésta se alista para ir a combatir en América, donde encuentra finalmente lo que buscaba: la muerte.

Los estudiosos de la obra de Claire de Duras han establecido que se inspira normalmente en hechos y personajes reales. Así ‘Ourika’ realmente habría sido ofrecida a Madame de Beauveau por su sobrino, el caballero de Boufflers, gobernador de Senegal. El argumento de ‘Edouard’ nace de un hecho aún más próximo a la autora. Fue su propia hija menor, Clara, la pretendida por el hijo del ‘plebeyo’ Pierre-Vincent Benoist, banquero y diplomático que en 1828 fue nombrado por el Rey ministro de Estado, miembro de su consejo y además conde. La muerte impidió a la duquesa conocer este sarcasmo último de la historia convulsa que le había tocado vivir.

Llegados a este punto, y entrando finalmente de lleno en el tema de la novela que hoy presentamos, cabe preguntarse qué personaje real se oculta tras la identidad de Olivier, pero antes es preciso decir que el escabroso argumento de la novela, cuya versión original permaneció inédita hasta 1971, fue robado por otros escritores de la época. Claire había comunicado a algunos frecuentadores de su salón que trabajaba en una obra cuyo protagonista padecía impotencia sexual. Posteriormente les había ido leyendo fragmentos, pero nunca se atrevió a publicar la que se cree que fue su primera novela.

En 1823, sin embargo, sí publica, anónimamente, ‘Ourika’, que se convierte en un gran éxito y sobrepasa las fronteras de Francia, siendo equiparada por su acogida con ‘I promessi sposi’ (Los novios) de Alessandro Manzoni, que por la misma época bate récords en Europa. Ese éxito es envidiado y mal digerido por algunos escritores galos que tratan de vivir de su profesión, como Stendhal, que critica en una publicación literaria británica el ‘intrusismo’ aristocrático. Henri de Latouche, un novelista y periodista bastante zascandil, aprovecha la situación para publicar una novela calificada de licenciosa y titulada precisamente ‘Olivier’. En su propósito de confundir incluso copia las características peculiares de la portada de ‘Ourika’, en la que se incluye que los beneficios de la edición serán destinados a fines benéficos.

Dado que en los mentideros parisinos era sabida la existencia de la novela inédita de Claire de Duras del mismo título, el escándalo estalla y Latouche tendrá que hacer pública una declaración en la que miente reiteradamente al negar que sea él el autor, afirmar que conoce al autor, y asegurar que éste no es la duquesa de Duras.

Pero no termina ahí la singular peripecia de un ‘Olivier’ al que su autora había apartado pudorosamente de la luz pública. En 1827, un año después de la lamentable intentona de Latouche, es el propio Stendhal quien toma prestado al personaje para su primera novela. Incluso pensó titularla también ‘Olivier’, pero renunció a ello por consejo de su amigo Prosper de Merimée, si bien el protagonista conservó la ‘O” inicial (Octavio, en lugar de Olivier). Esa novela, titulada ‘Armance’, nombre de la figura femenina damnificada, fue considerada como la más bella del autor de ‘Rojo y negro’ por parte de André Gide, Nobel de Literatura en 1947.

Cuando finalmente el ‘Olivier’ genuino, el escrito por Claire de Duras, ve la luz pública en 1971, editado por José Corti, muchos comentaristas, ignorantes de la ya remota polémica, interpretan que quien se esconde tras la patética figura del protagonista no es otro que Astolphe de Custine, un escritor aristócrata y homosexual cuya madre estaba empeñada en casarle y finalmente lo consiguió, no sin que antes su hijo rechazase, entre otros, el compromiso ya semipactado con Clara, la hija menor de Claire de Duras. He ahí el nexo de proximidad con la autora que se registra en sus otras dos novelas y que da una cierta verosimilitud a la hipótesis más reciente.  

Sin embargo no es Olivier el protagonista principal de esta singular novela epistolar. De las 64 cartas que la integran sólo nueve corresponden al desventurado, mientras son 39 las firmadas por la condesa de Nangis y la mayoría de las restantes proceden de la hermana de la condesa, ausente en Napoles, a la que ésta consulta y comunica sus ilusiones y desalientos. Ciertamente, casi todas las misivas giran en torno a su malhadado primo Olivier, quien, al igual que un enloquecido violín romántico, alterna las notas más quejumbrosas con las más jubilosas en movimientos imprevisibles, y condiciona los estados de ánimo, también extremos, de la protagonista real, la condesa de Nangis..

¿Pero quién, qué personaje real se oculta tras la novelesca condesa? La respuesta, a la vista del carácter y de la biografía, así como de las circunstancias en las que nace esta, su primera novela, ofrece pocas dudas: Louise, condesa de Nangis, no es otra que Claire, duquesa de Duras. Como en una transferencia psicoanalítica la autora novel vuelca sobre el papel su soledad afectiva, su fracaso vital, su atormentada búsqueda del amor. Lo hace pasados los cuarenta años, edad que, en la época en que vivió, era una frontera mucho más dramática para una mujer de lo que es ahora, pero su personaje tiene veinte años menos, está lleno de pasión y expectativa amorosa, y desnuda su alma en unas cartas casi siempre vehementes, tanto si expresa esperanza como si es el abatimiento lo que le domina.

Por otra parte no es difícil ver claramente en el conde de Nangis al propio duque de Duras, convenientemente retocado. La primera carta del libro nos muestra a un marido que se declara al límite de su paciencia por las exigencias de su mujer. “Es en las novelas y en las tragedias –escribe- donde usted encontrará los caracteres que le gustan; a mí no me gustan las ficciones, no soy novelesco”. El personaje real, que contrajo matrimonio apenas un año después de la muerte de Claire, se permitió en su día declarar que era un alivio, finalmente, desposar a una mujer dotada con menos talento que él.

En cuanto a Olivier, más que un personaje real o verosímil es un contradictorio paradigma, idealizado en positivo en interés de la historia a relatar y teñido de misterio por la misma razón, que se revela muy eficaz narrativamente por el ‘suspense’ que logra crear. Es el amante imposible, el hombre elusivo que, por razón de su propio interés o por cualquier otro impedimento o dificultad, frustra las expectativas que previamente ha alimentado. El modelo real podría ser el propio duque de Duras o, tal vez con mayor motivo, el seductor y calculador vizconde de Chateaubriand. A fin de cuentas también la condesa de Nangis y Olivier, como la duquesa de Duras y el escritor, se llamaban mutuamente ‘hermano’ y ‘hermana’.

Claire de Duras fue, sin duda, una persona muy inteligente y de carácter vigoroso, pero al mismo tiempo era una mujer apasionada y sensible, que se gobernaba en sus afectos por la intuición y la incondicionalidad. Suya es la siguiente frase: “se conoce mejor a alguien por los sentimientos que inspira, casi, que por sí mismo”. Difícilmente se puede mejorar esta declaración de fe personal en lo instintivo. Enérgica, pero bondadosa y generosa, nunca se movió por el cálculo interesado, pero tal vez por eso mismo fue incapaz de imaginarlo en los demás y sufrió las dolorosas consecuencias de su ingenuidad.

Su amiga la marquesa De La Tour du Pin intenta en cierto momento, a través de una carta, hacerla despertar: “he ahí cómo su corazón –le escribe- se confía a quienes no son dignos de usted, que usted muestra completamente su corazón a quienes esconden cuidadosamente el suyo o no le muestran más que lo que a usted le gusta encontrar, y hacen como esos comerciantes que conocen el gusto de sus clientes y no despliegan más que los tejidos que les agradan”.

Chateaubriand, en su “Memorias de ultratumba”, hizo un encendido elogio de su defraudada 'hermana' al escribir: “El calor del alma, la nobleza del carácter, la elevación del espíritu, la generosidad del sentimiento hacían de ella una mujer superior”. Y también entonó un ‘mea culpa’  aparentemente sincero por su propio desvío. Así escribe: “Desde que he perdido a esta persona tan generosa, con un alma tan noble, con un espíritu que reunía algo de la fuerza del pensamiento de Mme. de Staël con la gracia del talento de Mme. de Lafayette, no he cesado, llorándola, de reprocharme las irregularidades con las que he podido afligir algunas veces a los corazones que me eran devotos”.

Presumía el vizconde seductor que las personas a las que citaba en sus memorias participarían para siempre de la gloria que imaginaba para sí. El tiempo ha querido, sin embargo, que Claire de Duras, que no alcanzó a leer los elogios del ingrato, se muestre en el presente con mayor vigencia y despierte más interés que su presunto maestro. Y lo consiguió ella sola, tan sola como le dejaron aquellos a los que amaba.

28.11.13

Más sobre 'Olivier o el secreto': la otra 'novela'

Ya que el editor ha decidido desvelar (por algo es Javier Desvelo su alias) una parte -mínima- del prólogo que escribí para 'Olivier o el secreto', la novela de Claire de Duras recién publicada, no seré yo menos. Mientras no desvele también el epílogo y se cargue el 'suspense'...

He aquí el enlace.

Lo cierto es que el mayor placer que me ha deparado esta colaboración con 'El Desvelo Ediciones' no procede tanto de la traducción (es bastante aburrido traducir, al menos para mi) como de la tarea de investigación que me impuse para situar a la autora y a su obra en el convulso tiempo histórico que le tocó vivir y, al mismo tiempo, contrastar meticulosamente la extensa documentación disponible, de la que no están ausentes los errores.

Lo que encontré es una historia apasionante y un personaje de mujer fuerte, vehemente y adelantada a su tiempo: otra novela, como escribe Javier. Claire de Duras miró a los ojos a la realidad circundante y señaló las llagas que le herían pèrsonalmente, las contradicciones que habitaban a las personas -también a ella- en un tiempo que se inicia con una explosión libertaria (la Revolución) y se cierra veinticinco años después, en falso, con un retorno de la monarquía absolutista, que tan solo los aristócratas 'ultras' reclamaban.

26.11.13

'Olivier o el secreto', de Claire de Duras, a la venta en las librerías

El libro "Olivier o el secreto", de Claire de Duras, se halla desde ayer a la venta en las librerías (ver listado). Con este título, Ediciones El Desvelo, en su colección Malentendido, completa la difusión en castellano de las tres principales obras de la escritora aristócrata francesa, ya que con anterioridad habían sido publicadas en nuestra lengua 'Ourika' y 'Edouard' por otras editoriales.

En tanto que traductor de la novela y autor del prólogo, el epílogo y las notas que la acompañan, sería impropio que yo hiciera su elogio, pero creo que sí es imporante destacar la significación de su autora, olvidada durante un siglo y medio. Sólo a partir de los años 70 del pasado siglo una relectura de su corta producción literaria la redescubre como una mujer adelantada a su tiempo por su sentido de la 'alteridad' (aproximación e identificación con el 'otro', el marginado por su raza -'Ourika'-, clase -'Edouard'- o sexualidad -'Olivier o el secreto'-).

Claire de Duras, mantenedora de uno de los principales salones de París, fue una mujer fuerte y apasionada, cuya vida se forjó desde muy joven en la adversidad y que, pese a ser aristócrata, absorbió y adoptó el espíritu de la Ilustración en una Francia sacudida por fuertes convulsiones durante la época en la que le tocó vivir. Sin duda por ello, cuando tardiamente decidió escribir se interesó especialmente por 'la pared de cristal' que menciona en 'Olivier o el secreto': "nos vemos,
nos hablamos, nos acercamos, pero no podemos tocarnos".

Fotografía: el formidable roble de Beauval, tótem simbólico en torno al cual se desarrolla la historia narrada en 'Olivier o el secrteto'.

7.11.13

Albert Camus y el trabajo del escritor: Verdad y Libertad

Discurso pronunciado por Albert Camus en el Ayuntamiento de Estocolmo el 10 de diciembre de 1957, con ocasión de la entrega del Premio Nobel de Literatura.
 

Al recibir la distinción con la que vuestra libre Academia ha tenido a bien honrarme, mi gratitud era tanto más profunda cuanto consideraba hasta qué punto esta recompensa sobrepasaba a mis méritos personales. Todo hombre, y con razón de más peso, todo artista, desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero no me ha sido posible conocer vuestra decisión sin comparar su resonancia con lo que yo soy realmente. ¿Cómo un hombre casi joven, rico sólo en dudas y con una obra aún en construcción, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en la privacidad de la amistad, no habría conocido con una especie de pánico un fallo que le llevaba de golpe, sólo y reducido a sí mismo, al centro de una luz cruda? ¿Con qué corazón podía recibir este honor a la hora en que, en Europa, otros escritores, entre los más grandes, son reducidos al silencio, y en el tiempo mismo en que su tierra natal conoce una desgracia incesante. (1)

Yo he conocido ese desconcierto y esa confusión interior. Para recuperar la paz me ha hecho falta, en suma, reconciliarme con una suerte demasiado generosa. Y, ya que no podía igualarme a ella apoyándome en mis propios méritos, no he encontrado otra cosa para ayudarme que la que me ha sostenido, en las circunstancias más adversas, a lo largo de toda mi vida: la idea que me hago de mi arte y del papel del escritor. Permítanme solamente que, con un sentimiento de agradecimiento y de amistad, les diga, tan sencillamente como pueda, cuál es esa idea.


Personalmente, yo no puedo vivir sin mi arte. Pero nunca he situado ese arte por encima de todo. Por el contrario, lo que me es necesario es que no se separe de nadie y me permita vivir, tal como soy, al nivel de todos. El arte no es a mis ojos un regocijo solitario. Es un medio para conmover al mayor número de personas ofreciéndoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y las alegrías comunes. En consecuencia obliga al artista a no aislarse; le somete a la verdad más humilde y más universal. Y quien frecuentemente ha escogido su destino de artista porque se sentía diferente aprende bien pronto que no nutrirá su arte, y su diferencia, más que confesando su semejanza con todos. El artista se forja en ese ir y volver perpetuo de sí mismo a los otros, a medio camino de la belleza a la que no puede renunciar  y de la comunidad de la que no puede escindirse. Por eso los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender en lugar de juzgar. Y si tienen un partido a tomar en este mundo, no puede ser otro que el de una sociedad en la cual, según Nietzsche, ya no reinará el juez, sino el creador, ya sea trabajador o intelectual.

"El escritor no puede ponerse hoy al servicio de quienes hacen la historia, está al servicio de quienes la sufren"

Por ello, el papel del escritor no es ajeno a deberes difíciles. Por definición, no puede ponerse hoy al servicio de quienes hacen la historia; está al servicio de los que la sufren. En caso contrario, helo ahí sólo y privado de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía con sus millones de hombres no le arrancarán de la soledad, incluso y especialmente si él consiente en marcar su paso. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta para retirar al escritor del exilio, cada vez, al menos, que consigue, en medio de los privilegios de la libertad, no olvidar ese silencio y hacerlo repercutir por medio del arte.


Ninguno de nosotros es suficientemente grande para  tal vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, oscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de expresarse por un tiempo, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva que le justificará, con la sola condición de que él acepte, tanto como pueda, las dos cargas que hacen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad y el servicio a la libertad. Ya que su vocación es reunir el mayor número posible de personas, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que, allí donde reinan, hacen proliferar las soledades. Sean cuales sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio se fundará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: el rechazo a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión.


Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, he estado sostenido por el oscuro sentimiento de que escribir hoy era un honor, porque ese acto obligaba, y obligaba no sólamente a escribir. A mí particularmente me obligaba a llevar, tal como yo era y según mis fuerzas, con todos los que vivían la misma historia, la desgracia y la esperanza que compartíamos. Esos hombres nacidos al principio de la primera guerra mundial, que han tenido veinte años en el momento en que se instalaban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que enseguida fueron confrontados, para perfeccionar su educación, con la guerra de España, con la segunda guerra mundial, con el universo concentracionario, con la Europa de la tortura y de las prisiones, hoy deben educar a sus hijos y construir sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean optimistas. Y yo soy incluso de la opinión de que debemos comprender, sin dejar de luchar contra ellos, el error de quienes, por una escalada de desesperación, han reivindicado el derecho al deshonor y se han arrojado en brazos de los nihilismos de la época. Pero consta que la mayor parte de nosotros, en mi patria y en Europa han rechazado ese nihilismo y han emprendido la búsqueda de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos de catástrofe, para nacer una segunda vez, y luchar a continuación, a cara descubierta, contra el instinto de muerte vigente en nuestra historia.


Cada generación, sin duda, se cree llamada a rehacer el mundo. La mía sabe sin embargo que no lo rehará. Pero su tarea es quizás más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones fallidas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la que mediocres poderes pueden hoy destruir todo pero ya no saben convencer, donde la inteligencia se ha degradado hasta hacerse criada del odio y de la opresión, esta generación ha debido, en ella misma y en su derredor, restaurar, sólo a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, donde nuestros grandes inquisidores apuestan a riesgo de establecer para siempre los reinos de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el reloj, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo trabajo y cultura, y rehacer con todos los hombres un arca de la alianza. No es seguro que pueda cumplir alguna vez esa tarea inmensa, pero sí es seguro que en todo el mundo mantiene ya su doble apuesta de verdad y de libertad, y, si llega la ocasión, sabe morir por ella. Es ella la que debe ser saludada y alentada allí donde se halla, y sobre todo allí donde se sacrifica. Sobre ella, en todo caso, convencido de vuestro apoyo profundo, yo quisiera trasladar el honor que acabáis de hacerme

"La verdad es misteriosa, huidiza, siempre por conquistar. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Nosotros debemos caminar hacia esas dos metas"
 

Al mismo tiempo, tras haber hablado de la nobleza del oficio de escribir, habría situado al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero resuelto, injusto y apasionado por la justicia, construyendo su obra sin vergüenza ni arrogancia a la vista de todos, siempre dividido entre el dolor y la belleza, y consagrado en fin a extraer de su ser doble las creaciones que intenta obstinadamente edificar en el movimiento destructor de la historia. ¿Quién, ante esto, podría esperar de él fáciles soluciones y bellas moralejas? La verdad es misteriosa, huidiza, siempre por conquistar. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Nosotros debemos caminar hacia esas dos metas, penosamente pero resueltamente, conscientes de antemano de nuestros desfallecimientos en un camino tan largo. ¿Qué escritor se atrevería entonces, con recta conciencia, a hacerse predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que yo no soy nada de todo eso. Nunca he podido renunciar a la luz, a la felicidad de ser, a la vida libre en la que he crecido. Pero aunque esta nostalgia explica muchos de mis errores y de mis defectos, me ha ayudado sin duda a comprender mejor mi oficio, todavía me ayuda a mantenerme, ciegamente, junto a esos hombres silenciosos que sólo soportan en el mundo la vida que se les ha impuesto por el recuerdo o el retorno de breves y libres placeres.


Así, de regreso a lo que yo soy realmente, a mis límites, a mis deudas, así como a mi fe difícil, me siento más libre para mostraros, al concluir, la amplitud y la generosidad de la distinción que me habéis concedido, más libre también para deciros que quisiera recibirla como una homenaje rendido a todos los que, compartiendo la misma lucha, no han recibido ningún privilegio, sino, por el contrario, desgracia y persecución. Me quedará entonces daros las gracias, desde el fondo del corazón, y haceros públicamente, como testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que todo artista auténtico, cada día, se hace a sí mismo, en el silencio.


Traducción: J.R. San Juan
  
(1) El contexto histórico en el que se produce el discurso de Camus era de tensión extrema. Hacía apenas cuatro años que había concluido la guerra de Corea, en el curso de la cual el general Mac Arthur reclamó –afortunadamente sin éxito- el lanzamiento de bombas atómicas contra el norte de China. En 1954 se había iniciado la guerra de liberación de Argelia, conflicto especialmente doloroso para el escritor, nacido en ese territorio, y que se prolongaría hasta 1962. Finalmente, en 1956 la revolución húngara fue brutalmente abortada por el ejército de la URSS. La ‘guerra fría’ amenazaba esporádicamente con convertirse en una nueva guerra mundial y la existencia del armamento nuclear hacía creíble la hipótesis de un absurdo apocalipsis.

6.11.13

Camus - Sartre: La ruptura clamorosa


«No era un tipo que estuviera hecho para todo lo que ha hecho. Era un pequeño truhán de Argel, muy gracioso, que habría podido escribir, pero más bien como truhán; en lugar de eso uno tiene la impresión de que la civilización se le ha caído encima y ha hecho lo que ha hecho, es decir nada.»

Esta opinión de Sartre sobre Camus, deslizada en una carta a su amigo John Gerassi en 1972, doce años después de la muerte del autor de 'La Peste', no sólo es injusta hasta un extremo inconcebible, sino también un epítome de indecencia personal e intelectual que ni siquiera el odio más genuino podría justificar.

Nada nuevo, por otra parte. 21 años antes, en 1951, Sartre, como director de la publicación 'Les temps modernes', había 'comisariado' a su colaborador Francis Jeanson para demoler -"cortesmente", según su propia expresión- el libro más reciente de Camus: "L'homme revolté". La razón de tal medida, para Sartre y los marxistas que firmaban en la revista, era obvia. En su obra Camus ponía en cuestión muy seriamente el "socialismo autoritario", como él denominaba a la praxis política en la URSS bajo la bota de acero de Stalin, y eso era intolerable. Camus no era cualquiera, era un progresista de perfil libertario muy prestigioso y respetado ya en Francia y fuera de ella. Había que sentarle la mano.

Y se hizo, según la propia respuesta de Camus al ataque, con una deshonestidad intelectual absoluta. Ignorando los argumentos y las tesis principales del libro, el texto de Jeanson no era otra cosa que un panfleto para el consumo de leales a Moscú. Más tarde, demasiado tarde, tras la muerte de Stalin, los intelectuales de la revista explicarían que ellos también estaban contra la brutalidad del dictador, pero callaron para que nadie pudiera utilizar la crítica a éste en perjuicio de los intereses de los PCs de Francia e Italia. Pamplinas pragmáticas: el cinismo habitual .

Sartre y Camus se trataban desde 1943 y eran, hasta la referida colisión, amigos, aunque no sin reticencias. Cada cual reconocía la talla del otro y mantenían un trato cordial. Camus había ofrecido al autor de 'La Nausea' publicar en 'Combat', la revista que él dirigía. Sartre, por su parte, llegó a proponer a Camus dirigir "Huis-Clos" e interpretar el papel de Garcin, en un proyecto que no prosperó. Incluso en sus obras existían varias coincidencias de temática y enfoque. Pero la publicación de 'L'homme revolté' había convertido al amigo en un enemigo político inconciliable.

Lo cierto es que, aunque coincidentes en muchas cosas, no tenían demasiado en común. Sartre era de origen burgués, Camus, pobre como las ratas; Sartre era un producto de la elitista Ecole Normale Superieure, Camus vio frustrada su progresión universitaria por la tuberculosis; Sartre navegó en la ambigüedad durante la ocupación alemana, Camus participó en la resistencia; Sartre se consideraba escritor y filósofo; Camus, sólo artista.

El choque de titanes que se produjo seguramente era inevitable, pero no favoreció a ninguno de ellos. No se trataba de una confrontación intelectual o cultural, sino política, y además manipulada por Sartre y sus acólitos, que, para disgusto y enfado de Camus, pretendieron asociar su personalidad con la derecha francesa. El encontronazo tuvo repercusión en las portadas de la prensa generalista de la época, que acabó por desnaturalizar definitivamente la cuestión
 
El paso del tiempo ha situado a cada cual en su lugar, aunque la postmodernidad vigente haya optado por ignorar a ambos. Sartre llevó sus veleidades políticas hasta el fin de sus días, abrazando un maoismo cuyas virtudes sólo existían en su imaginación. Finalmente, poco antes de su muerte, una serie de entrevistas en 'Le nouvel observateur' nos lo muestran renegando del maoismo y despreciando parte de su propia obra para interesarse en el mesianismo judío y en la resurrección de los cuerpos.

A Camus su muerte prematura no le dio la oportunidad de contradecirse y mucho menos de caer en el ridículo. Tampoco le permitió ampliar una obra, libre y enriquecedora, basada en pilares tan poco ambiguos como la libertad y la dignidad del ser humano. Vino para quedarse entre nosotros y no erro en su diagnóstico: el totalitarismo, sea cual sea la ideología en que se ampara, atenta contra el individuo so pretexto de redimirle.


Foto: Sartre y Camus coincidieron en una visita colectiva al taller de Picasso en 1940.

5.11.13

Albert Camus: Vida, Amor, Muerte...


«La esperanza, al contrario de lo que se cree, equivale a la resignación. Y vivir no es resignarse.»
De 'Noces'


«No hay más que un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía.»
de 'Le mythe de Sisyphe'


«No conozco más que un solo deber, y es el de amar.»
De 'Carnets'


«El absurdo es la noción esencial y la primera verdad.»
De 'Le mythe de Sisyphe'


«Hay algo más abyecto todavía que ser un criminal, es forzar al crimen a quien no ha sido hecho para él.»
De 'Les Justes'


«Crear también es dar una forma al propio destino.»
De 'Le mythe de Sisyphe'


«Yo he comprendido que no bastaba denunciar la injusticia. Era preciso dar la vida para combatirla,»

De 'Les Justes'


«Lo que viene después de la muerte es fútil.»
De 'Le mythe de Sisyphe'


«Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que hay que perderlo todo para saber un poco.»
De 'L'Envers et l'endroit'

Traducción: J, R. San Juan

4.11.13

Albert Camus: El hombre, en el centro


«El hiombre es de la madera de la que se hacen las hogueras.»

De 'L'Etat de siège'

«El hombre es la única criatura que rechaza ser lo que es.»

De 'L'homme revolté'

«El hombre no es enteramente culpable: él no ha comenzado la historia; ni totalmente inocente puesto que la continua.»

De 'L'été'

«Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, entonces fracasa en todo.»

De 'Carnets'

«Hay en los hombres más cosas que admirar que cosas que despreciar.»

De La peste

«Eso es el amor, darlo todo, sacrificarlo todo sin esperanza de devolución.»

De 'Les Justes'

«La auténtica generosidad hacia el porvenir consiste en darlo todo en el presente.»

De 'L'homme revolté'

«La lógica de las pasiones invierte el orden tradicional del razonamiento y coloca la conclusión delante de las premisas.»

De 'L'homme revolté'

«No esperéis el juicio final. Tiene lugar todos los días.»

De 'La Chute'


Traducción:J.R. San Juan

3.11.13

Albert Camus: "Me sublevo, luego existo"


La cita que encabeza este post podría ser considerada, superficialmente, como una mera paráfrasis de la célebre afirmación de Descartes, pero sin duda va más lejos: pensar no basta para existir. He aquí algunos pensamientos más de Camus que, más de medio siglo después de su muerte, siguen teniendo sentido y vigencia. El Nobel de 1957 vivía y auscultaba ya una realidad en la que se plantaron los cimientos de la absurdidez actual.

«Nosotros vivimos con ideas que, si las asumiéramos verdaderamente, conmocionarían toda nuestra vida.»

«Yo sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido y es el hombre, porque es el único ser que exige tenerlo.»

«Pensar es reaprender a ver, dirigir la propia conciencia, hacer de cada imagen un lugar privilegiado.»

«Cuántos crímenes han sido cometidos simplemente porque su autor no podía soportar estar equivocado.»

«La sociédad política contemporánea: Una máquina para desesperar a los hombres.»

«No existe castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.»

«La pasión más fuerte del siglo XX: La servidumbre.»

«Toda la desgracia de los hombres procede de la esperanza.»

«Como remedio a la vida en sociedad, yo propongo las grandes ciudades: Es el único desierto a nuestro alcance.»



2.11.13

Un poema de Albert Camus



Uno de los raros poemas escritos por Albert Camus, Premio Nobel de Literatura en 1957, a los 44 años. Falleció en 1960, sin llegar a cumplir los 47, víctima de un accidente automovilístico. Esta semana se celebra el centenario de su nacimiento y este post es parte del homenaje que 'Desolaciones' le rinde a uno de los más grandes humanistas y artista crucial del siglo XX.

Para Némesis

Caballo negro, caballo blanco, una sola mano de hombre gobierna los dos furores. A tumba abierta, alegre es la carrera. La verdad miente, la franqueza disimula. Ocúltate en la luz.

El mundo te colma y tu estás vacío: plenitud.

Leve ruido de la espuma en la playa de la mañana; él llena el mundo tanto como el fragor de la gloria. Ambos proceden del silencio.

Bajo la losa de la alegría, el primer sueño.

Sembrado por el viento, segado por el viento, y sin embargo creador, tal es el hombre, a través de los siglos, y orgulloso de vivir un solo instante.


De 'Carnets III'
Traducción: J. R. San Juan

21.5.13

Manifiesto-revulsivo de Javier Díaz sobre la cultura de Santander

La lectura del texto elaborado por el sociólogo Javier Díaz y titulado "Elementos para un diagnóstico del sistema cultural de la ciudad de Santander" le sume a uno -concretamente a mí- en una sucesión de perplejidades. La primera de ellas (madre de las restantes) procede de su afirmación -que sigue inmediatamente a la enunciación de su currículo- de que la naturaleza del documento que ha redactado es 'heurística' y que, amparado en la autoridad de Max Weber, ha empleado la 'interpretación subjetiva' y la 'neutralidad valorativa' en la elaboración de su 'informe'. La consecuencia es que la subjetividad abunda en el análisis que realiza y la neutralidad se ve un tanto comprometida. 

No puede negarse que Díaz posée experiencia suficiente en el estudio y en la gestión de la cultura de Santander en los últimos treinta años. Nadie, por otra parte, une a tal experiencia la cualidad de sociólogo. Es, por tanto, sobre el papel, la persona más adecuada para realizar un trabajo como el que le encargó la Fundación Santander Creativa (FSC). Cabría preguntarse si lo que esperaba la FSC era un texto de las características del presentado finalmente por Díaz. Personalmente lo dudo. La propia fundación, en su balance de actividades de 2012 aludía a esa iniciativa como un "informe-diagnóstico cultural". Si alguien esperaba un documento pericial lo hacía en vano. En su lugar Díaz ofrece un texto que está entre el ensayo y el manifiesto, plagado de alusiones y citas eruditas y no exento de autocomplacencia. 

La deliberada ausencia de método técnico y la igualmente deliberada carencia de conclusiones deja en entredicho al documento como instrumento válido para fundar un diagnóstico. Sin embargo es difícilmente cuestionable su valor como revulsivo, su eficacia en el propósito de recordar imperiosamente a las 'fuerzas vivas' de la bella durmiente que es la ciudad de Santander que -más allá de la crisis y de los recortes- nos hallamos ante un tiempo histórico nuevo que requiere actitudes y respuestas inusuales, pero lógicas. Hay que cambiar el chip, como se suele decir, para entrar en la autopista que lleva al futuro de una ciudad atractiva, vital y sostenible. 

Más allá de las perplejidades personales acerca del enfoque dado a estos 'elementos para un diagnóstico' debo decir que muchas de las observaciones, críticas, o 'sueños' que expone en su texto Javier Díaz son extensamente compartidas por una buena parte de los santanderinos que tienen que ver con la cultura local, como actores o como usuarios habituales . Cada cual incluiría sus propios matices personales, pero nadie puede negar la insatisfacción y frustración que ha generado el inmovilismo histórico, ni la rémora que supone para el progreso cultural y la revisión del actual modelo la desunión, obstrucción y exclusión que genera la praxis sectaria habitual en la partitocracia. Subrayarlo, como ha hecho Díaz, tal vez moleste a los aludidos y no tenga efectos prácticos, pero era moralmente necesario. Hay que remover el agua cuando está estancada para, cuando menos, oxigenarla. 

Del mismo modo que soy escéptico acerca de la existencia real -aquí y ahora- de la 'sociedad del conocimiento', reiteradamente aludida por Díaz, que no es más que la 'vieja' sociedad de la información más Internet, creo que lo que sí existe es una próspera economía del conocimiento (o del saber), y me cuestiono seriamente que el Centro Botín de Arte y Cultura tenga por sí solo la virtualidad movilizadora de la cultura local que se le intenta atribuir. Tendrá, sin duda, si es convenientemente gestionado, una importante incidencia en la economía local y, como sabemos, junto a la revisión del frente marítimo, cambiará la faz del centro de la ciudad, pero el resto debe ser obra nuestra, de todos, unidos o por separado. Y a poder ser sin zancadillas. 


Las realidades culturales no se generan -y mucho menos se consolidan- de la mañana a la noche. Son precisas la continuidad en el esfuerzo, la revisión permanente, la autocrítica y la heterocrítica, la solidaridad del entorno institucional y/o privado y, con frecuencia, mucha, mucha paciencia. Las ideas deben ser buenas, pero esa bondad raramente es obvia en el momento en que éstas se generan, y la pasión por realizarlas, en consecuencia, precisa ser indeclinable.

El capítulo cultural, visto desde la política, es como el legendario chocolate del loro: algo que se potencia moderadamente en tiempos de bonanza y el primer 'gasto superfluo' a eliminar en época de vacas flacas. En las actuales circunstancias no cabe esperar gran cosa del lado institucional público, pero éste puede y debe apoyar activamente la generación y consolidación de las actividades culturales surgidas de la iniciativa privada, o al menos no obstruirlas. Que el Gobierno regional se proponga finalmente revisar la obsoleta y coercitiva normativa sobre actuaciones en pequeños establecimientos hosteleros es positivo, aunque muy tardío. Que pretenda, sin embargo, que los gestores de dichos establecimientos sometan a su aprobación una programación de carácter anual es una notoria falta de realismo.

Javier Díaz fue uno de los promotores, en 1983, del I Festival Internacional de Jazz de Santander, iniciativa oportuna que contó con un programa de actuaciones muy interesante y fue apoyada por el primer Gobierno Regional de Cantabria, recién salido de las urnas en aquellas fechas. Lamentablemente la Plaza Porticada estuvo semivacía -al menos en las tres ocasiones que me fue posible asistir. El problema seguramente es que no había en Cantabria la  necesaria 'masa crítica' de aficionados. En su defecto debió realizarse, con tiempo suficiente, un esfuerzo de promoción mediática fuera de la región, que me temo que no se produjo. Aquella fue la primera y la última edición del festival y se perdió la oportunidad de convertir a Santander en un referente que sumar a los del País Vasco. Probablemente la bisoñez del Gobierno Regional y su escasez de medios en aquellos momentos inaugurales de la autonomía tuvo la culpa.

El problema que acompaña a las inicitativas fallidas es la decepción de sus promotores y su renuncia a nuevos intentos, al menos a corto plazo. Se pierde así un considerable capital de entusiasmo, difícilmente regenerable, y la abulia vuelve a marcar la pauta cultural. Por eso, en la crítica coyuntura presente más vale que prevalezca el realismo; que las pequeñas ambiciones con potencialidad de crecimiento futuro se impongan sobre las grandes con vocación de inmediatez, y que se reflexione profundamente sobre las posibilidades que tiene cada iniciativa concreta de alcanzar el favor del público, o al menos de favorecer a los creadores mejor dotados y más necesitados de apoyo. Son los autores y los promotores de cultura más que los 'conocedores' -aunque éstos puedan ser útiles- quienes deben tener un protagonismo especial. El diletantismo y el cosmopolitismo son consecuencias, no protagonistas de la acción cultural, sea cual sea su carácter.